Respiré profundo y
toqué la puerta. Había repasado lo que diría un montón de veces y sin embargo me parecían palabras vacías, inútiles ante tanto dolor.
De pronto la puerta
se abrió y una señora, quien debía de ser Susana, me saludó.
Sra. Ramírez mi
nombre es José Kraiselburd y soy, quiero decir fui, compañero de Miguel, su
hijo.
Esas simples palabras
le transformaron el rostro y pude ver cómo le afectaron. Tras esa inesperada
presentación me invitaron a pasar al salón de la casa donde estaba sentado
Rodolfo. Después de las presentaciones, que aunque no eran necesarias sirvieron
para romper el hielo, la habitación se sumió en
el más profundo silencio. Me senté y miré mis manos unidas en mi regazo y pensé
en la gran cantidad de cosas que podría estar haciendo en ese momento de no
estar aquí. Pero que egoísta era mi pensamiento, por lo menos yo podía estar
haciendo algo, yo estaba vivo pero aun así me quejaba de un momento incomodo.
Levante la vista y empecé a hablar con total normalidad.
-Quería hacer esto
hace tiempo, pero demoré bastante en venir, tanto que pensé que no les haría
bien que viniera.
- Miguel era un gran
amigo. Era muy bueno redactando y quería ser escritor, aunque creo que eso ya
lo sabían. En cambio yo, era pésimo y mi letra aun sigue siendo ilegible. Me
acuerdo que me encargaba de buscar papel y lapicera y él escribía las cartas.
Obviamente le decía que quería contarles a mis familiares y “Migue” le daba
ese… color, por así decirlo.
-La cuestión es que
dos días antes de que atacaran nuestra trinchera estaba escribiendo las cartas.
Las hizo y me las dio para que las mandáramos a llevar. Las tenía todavía
encima cuando me entere que lo habían herido. Cuando lo vi me di cuenta, se
estaba muriendo, - al decirles esto no pude evitar llenar mis ojos de lágrimas-
estaba tirado en el suelo frio y seguía pensando en los otros, en mí, en
ustedes. Me hizo prometer que les daría la carta. Que les traería lo que escribió
sin importar el tiempo que llevara.
Al decir esto saqué
un sobre gastado del interior de la campera y lo miré, tantas veces lo había
sacado para volverlo a guardar pensando que pronto lo entregaría a sus
destinatarios. Extendí el sobre y se lo di a Rodolfo. En silencio lo tomó en
sus manos y lentamente lo abrió. En su interior un pequeño papel amarillo se
burlaba de semejante envoltorio. Rodolfo levantó la vista y dijo que le
gustaría leerlo en voz alta si no me importaba, al negar con la cabeza comenzó
la lectura.
Viejos:
Los voy a cansar con
las cartas. Cada semana una nueva, y para colmo no son nada alegres.
Sinceramente no sé bien a qué fecha estamos pero
es junio, a mi me parecen cien años desde que me fui, ya no me importan los rumores
que a veces viajan desde mis cartas hasta casa. Poco me importan los feos momentos
que pasamos por acá, porque viejo ¡dentro de poco cumplís 50! Me hubiera
gustado estar ahí con vos festejándolos, pero se me va a hacer imposible, tengo
unos asuntitos que atender por acá.
Es increíble como
todo acá parece irreal, es otro mundo totalmente diferente a lo que pensábamos.
Todo nuestro empeño está puesto en sobrevivir, y en combatir apenas.
Tenemos
sueño, frío y comemos mal, muchos dejaron de creer que hubo problemas con la
entrega de las provisiones, creen que no nos las mandan, y aunque todavía tengo
fe, el clima que predomina acá es de angustia, miedo y enojo. Hay chicos muy
jóvenes, incluso más que yo, y a veces los encuentro lagrimeando solos,
seguramente pensando en sus familias y en alguna que otra novia. Los entiendo
porque yo mismo me siento así, aunque por suerte tengo buenos compañeros, sobre
todo un pilluelo llamado José. ¡Este sí que es un soldado! Cuando volvamos lo
voy a llevar a casa para que lo conozcan. Me enseñó mucho de armas y algunos
trucos que nos salvan en más de una ocasión, pero más que nada es un buen
hombre y un buen amigo. Creo que es lo único bueno en medio de esta guerra, lo
único por lo que valió la pena venir hasta acá.
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